martes, 7 de octubre de 2014



Salmo 18:1-6, 16-19

Nueva Biblia Latinoamericana de Hoy (nblh)

1 “Yo Te amo, SEÑOR, fortaleza mía.”
2 El SEñOR es mi roca, mi baluarte y mi libertador;
Mi Dios, mi roca en quien me refugio;
Mi escudo y el poder de mi salvación, mi altura inexpugnable.
3 Invoco al SEñOR, que es digno de ser alabado,
Y soy salvo de mis enemigos.

4 Los lazos de la muerte me cercaron,
Y los torrentes de iniquidad me atemorizaron.
5 Los lazos del Seol me rodearon;
Las redes de la muerte surgieron ante mí.
6 En mi angustia invoqué al SEñOR,
Y clamé a mi Dios;
Desde Su templo oyó mi voz,
Y mi clamor delante de El llegó a Sus oídos…

16 Extendió la mano desde lo alto y me tomó;
Me sacó de las muchas aguas.
17 Me libró de mi poderoso enemigo,
Y de los que me aborrecían, pues eran más fuertes que yo.
18 Se enfrentaron a mí el día de mi infortunio,
Pero el SEñOR fue mi sostén.
19 También me sacó a un lugar espacioso;
Me rescató, porque se complació en mí.


Este Salmo constituye la perfecta ilustración de por qué Nuestro Dios nos dice una y otra vez en La Sagrada Escritura, “no teman”, mandato repetido más que ningún otro en toda su Santa Palabra. Cuando escuchamos a Nuestro Señor Jesucristo decirnos en Mateo 11, 28 “Vengan a Mí, todos los que están cansados (exhaustos de tanto trabajar) y cargados, y Yo los haré descansar,” lo que El nos está diciendo es, “no teman, Yo estoy con ustedes y Yo soy su Dios.” Lo que nos está diciendo es que cuando el enemigo nos ataca sin piedad, en nuestros momentos de más vulnerabilidad, cuando se nos nubla la visión y no logramos distinguir el camino, y nos tropezamos y nos caemos, necesitamos recordar que solo basta que clamemos a Nuestro Señor, para que Él extienda su mano desde lo alto y nos saque de las aguas turbulentas. En medio de nuestra angustia, Lo invocamos y Él y solamente Él es el único que nos saca del abismo oscuro y nos trae de vuelta a la luz.

Sin embargo, esta gran verdad se opaca frente a nuestra debilidad. Es entonces así que el incansable enemigo se aprovecha de esa debilidad que él conoce tan bien y nos manipula a su antojo. El enemigo de nuestras almas es un mentiroso que enreda la verdad hasta dejarla convertida en una más de sus mentiras con la sola intención de alejarnos de nuestro Padre. El enemigo sabe que nuestras memorias son cortas y pronto olvidamos lo que sabemos. El enemigo sabe bien que al enfrentar momentos difíciles se nos nubla la vista y se nos borra la promesa de que tenemos la victoria garantizada en Cristo, quién es Victoria verdadera. Él sabe que fácilmente nos dejamos llevar por las voces de la decepción y olvidamos que Jesús, Nuestro Señor y Salvador, vive en el corazón de cada uno de los que le pertenecen en la persona del Espíritu Santo, por lo cual, la victoria vive en nosotros. Es esta una verdad indiscutible, pero que se disuelve en nuestra mente al momento de la prueba.

Cuando atravesamos los fuegos de este mundo, rápidamente se evapora lo que sabemos con la certeza de la Palabra del que es por siempre fiel. Somos débiles. Somos humanos. El enemigo, por consiguiente, sigilosamente mantiene la vigilancia y apenas nos ve vulnerables, comienza a apretar todos los botones que él bien sabe nos van a encender la llamarada de la duda, de la desesperación, de la desilusión, de la falta de gozo, de la derrota, de la culpabilidad, de la falta de paz, del miedo. Él juega con los temores que tratamos de esconder en lo profundo de nuestra mente y al momento preciso los saca a relucir para vernos retorcer en la angustia y el terror, mortificados por la vergüenza que nos causa el sentido de culpabilidad que nos aleja de Nuestro Señor.

Lo que se le escapa al enemigo es que con cada prueba se desarrolla la perseverancia y con la perseverancia se desarrolla la disciplina y con la disciplina se crea el hábito del estudio continuo de la Palabra, de tal modo que la misma se vuelve parte de nosotros, se amalgama en nuestro corazón desde donde salta a la mano cada vez que la necesitamos, como la espada de doble filo que nos ayuda en la batalla contra sus ataques.

Es así pues que con cada prueba, cada vez que tropezamos y caemos, en vez de seguir el plan del enemigo, quien sale victorioso cuando, en nuestra hora de necesidad, logra hacernos sentirnos perdidos, fracasados, humillados, imposibilitados de todo perdón o de toda gracia, en vez de darle esa satisfacción, con cada prueba tenemos que recordar el Salmo 18 y clamar a Dios con toda la fortaleza de nuestro espíritu, desde la oscuridad del abismo, desde las profundas aguas que nos ahogan. En vez de alejarnos aún más del Padre Celestial y Todopoderoso, agobiados por el sentido de culpabilidad y vergüenza, tenemos que extender nuestra mano hacia Él, nuestra Roca y tomar refugio en Él, nuestro Redentor, sin importar la circunstancia, tal y como nos hallamos.

Las falsas voces de este mundo siempre estarán con nosotros, riéndose de nosotros, haciéndonos sentir como unos fracasados, diciéndonos que no podemos y que no hay manera que la gracia de Dios sea tan infinita que pueda cubrir nuestra iniquidad. Las ligaduras del valle de la muerte nos rodearán mientras vivamos en esta tierra, de eso no hay duda. Sin embargo, tampoco hay duda de que en nuestra angustia tenemos que recordar que al invocar a Nuestro Dios, Él oye nuestra voz y desde lo alto Él tiende su mano, nos saca de las aguas y nos hace reposar en un lugar espacioso. Aferrémonos a esta verdad. Aferrémonos a La VERDAD. Que El Espíritu Santo nos haga escuchar la voz de la Verdad y nos haga ignorar todas esas otras voces que hablan la falsedad.

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